
“Esta foto la vio un hombre (…) y sin conocerme se decidió a escribirme una carta (…) En un párrafo dice que después de haberla visto no puede vivir sin ella. Dijo que él quiere esta foto firmada y fechada por mí, de ese semidiós amable y solitario (…), sonriendo sin temor y sin odio”.
Alberto Korda, 1984
Le dio fuego al mechero. Encendió el cigarrillo y lo aspiró sobre la multitud, tranquilo, desafiando el sol del 26 de julio de 1959 en La Habana. Minutos antes solo era uno más entre el medio millón de campesinos en la Plaza de la Revolución, hasta que comenzó a trepar por una farola. Y se convirtió en un símbolo.
El enigmático guajiro desabrochó su guayabera y empezó a escalar por la luminaria, con la experiencia de quien se encaramaba en las palmas villaclareñas. Pero el contacto de su ropa con el poste metálico de cinco metros lo hacía resbalar.
El pantalón claro, las negras botas y el machete que colgaba de su cintura atentaban contra el objetivo. Parecía que las leyes de la física pretendían frenar el abrazo de cinco metros entre él y la punta de la farola. Ponía un brazo alrededor del otro y los pies enrollados al aluminio. Pero resbalaba. El sudor encharcó sus manos y en la franela desvencijada se veían ya las primeras marcas del singular trayecto.
Abajo, los campesinos chocaban sus machetes en un aplauso metálico, en una banda sonora que acompañaba a este hombre desconocido hasta hoy, y que era el sinónimo acústico del apoyo a una Revolución de seis meses, con el sueño de enseñarle al campesinado una palabra llamada dignidad.
“Tengo que ver a Fidel”, pensaba mientras ascendía como una oruga que se estira y encoge. La idea se repetía en su mente una y otra vez. A fin de cuentas por eso subía. Había viajado junto a otros campesinos en un camión cansado, como él, por las horas que dividen a Villa Clara de La Habana. Sigue leyendo →