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Por Marcos Torres/Las Torres de Marcos

Crisis-MigratoriaComo la “zanahoria” de la Ley de Ajuste continúa al final del camino, reflota en la agenda anticubana la concentración de cubanos en Centroamérica tratando de llegar al sueño americano, los cancilleres volverán a reunirse para encontrar la “curita”, pero ninguno se atreverá a increpar al vecino del norte, que sigue en buen cubano “quitado de bulla”.

En lo que se ponen de acuerdo, más coterráneos prueban suerte en la “ruta del diablo”, como lo hizo Manolo, un próspero amigo que dejo atrás su holgada vida en Cuba, para enrumbar su vida y sin despedirse, comprar boleto y dejarnos rezando dos meses hasta que por fin llegó a Miami, neurótico repitiendo a todos “quiero borrar de mi vida lo que pase para llegar acá”.

Manuel Asunción o simplemente Manolo nació a finales de los años 70 en una pintoresca casita en Pinar del Rio, a unos 120 kilómetros al oeste de La Habana, criado en los encantos de una familia dedicada al cultivo del tabaco; pasó el servicio militar donde se hizo chofer, cumpliendo el sueño alentado por el abuelo que lo adiestró desde pequeño a montar a caballo o la bicicleta Niagara, guiar la carreta, manejar el tractor de la finca o el camión del tío Felo.

A los 20 años se fue a La Habana y allá encontró el amor de Rosita, la madre de sus hijos Yilian y Manolito, ella matriculó biología en la Universidad y el comenzó el preuniversitario. Manolo un chofer de confianza de un camión refrigerado se las ingenió para “multiplicar sus ingresos” y comprar un bello apartamento en la ciudad, eso no bastó y la añoranza por la campiña lo llevó a pensar que en Bauta, en las afueras de la capital, podía construir un modesto chalet, con piscina y ranchón que tantas veces nos reunió entre el entre el humo del asado y el sonido de las fichas de dominó. Para todos Manolo era un hombre de éxito, pero la felicidad es efímera.

Después de las repetidas vacaciones familiares en la playa daba lo mismo Varadero, Cayo Largo o Cayo Coco, entendió que no debía trabajar más para el “estado”, que podía ser un pequeño empresario; incursionó en el comercio con un abastecido restaurant de comida criolla y una tienda de ropa importada del Ecuador, que no dieron los frutos esperados y terminó de taxista de su flamante Chevrolet 57, para turistas europeos. En estos andares apareció una amiga de la infancia que dio por concluido el matrimonio de dos décadas con Rosita, le enseño que la vida no debía limitarse a los mares de esta Isla, y lo persuadió para que intentara llegar a Estados Unidos atravesando siete países.

Con los “ahorros” y la venta de la joya rodante de 1957 se estableció en Orlando con más deudas que sueños, arrastrando los débitos de una travesía encarecida por el sobornos a funcionarios, policías corruptos y coyotes temerarios, que sin pensarla asesinaron a uno de sus guías, solo porque peligraba un cargamento de cocaína al traficar cubanos.

Manolo aunque solo, ya tiene todos los beneficios del Ajuste, maneja por la izquierda el moderno camión de un mexicano, tiene internet a full y televisión por cable que poco usa por el cansancio de la doble jornada; ya apareció el olvidado problema de los riñones y los dolores de columna por los años de timón, extraña demasiado a los niños pero no se atreve a regresar por temor al “que dirán”; convencidos estamos de que él vive allá pero tiene la cabeza en La Habana.

Mientras en la otra orilla Rosita ya tiene trabajo y un novio que la ayuda, Yilian dejo la Universidad y no se separa del teléfono esperando llamada de papa, Manolito no sale del gimnasio que preocupa a todos por temor a los remos, en el chalet la hierba crece, la piscina está seca y el ranchón nunca más escuchó la risa familiar ni el sonido de las ficha del dominó.